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Un viaje demasiado largo

  • Foto del escritor: Renata de las Heras
    Renata de las Heras
  • 11 nov 2018
  • 6 Min. de lectura

No lo recordaba así, en la distancia de los años los recuerdos seleccionan qué queremos olvidar, qué mantener, o quizá es que la clase turista de los aviones es cada vez más incómoda, todo más abigarrado. La gente aparentemente más grande en los asientos pequeños, los niños de llanto más fácil, los padres con menos interés por entretener a los pequeños que, aburridos de la Tablet, saltaban de pie en el asiento. Miran curiosos por saber que será el extraño paquete que descansa en mi regazo. Un golpe seco y aplausos me sacan bruscamente del sueño al que me había rendido al fin, sumergida en los recuerdos de aquel largo y oscuro octubre en Madrid.


Salgo del avión, la luz intensa me ciega momentáneamente, quizá por eso el olfato se me agudiza y siento más el olor a quemado. a sucio. a tacos y a lirios. México dulzón, húmedo y caliente recibe a sus turistas. Algarabía y festejo, bullicio en la sala de llegadas, maletas que no salen, chóferes con carteles esperando pacientes.


Mi salida es silenciosa y tranquila, no vengo a festejar, tampoco vengo con una maleta grande cargada de objetos innecesarios. Un bolso cruzado en bandolera, una maleta pequeña de cabina y el paquete fuertemente apretado contra mi pecho, temerosa de un golpe imprudente.

He cruzado la calle, bullicio y preparación, festejo y canto. Las familias preparan su ofrenda, se desplazan a las moradas de los suyos, de los que fueron buenos, de los que amaron, acuden felices vestidos de gala a visitar a los que hoy regresan a su lado, tequila, cerveza y las mejores viandas, nada es suficiente para compartir el tiempo hasta que el sol se ponga. Hoy es el día para reunirse, entre tanto caos y tráfico todo parece perfectamente orquestado. Una sinfonía de motores acelerando, tubos de escape ruidosos de motocicletas desvencijadas, niños que hoy no acuden a la escuela preparados para la fiesta, vendedores ambulantes ofreciendo su mercancía. En el centro de la calzada aislada del mundo miro perdida lo que me rodea y sonrío.

Un utilitario rosa y dorado pasa lento y se detiene a mi lado, me ofrece sus servicios. Estoy advertida de los peligros de subir a un taxi así, en mitad de la calle, sin saber si es o no legal. Retiro un mechón de pelo húmedo de la cara, recoloco las gafas y aprovecho para observar al conductor, es joven y sonríe dejando asomar unos perfectos dientes blancos. “Taxi ¿señorita?” Me subo sin pensarlo y mis piernas se enredan con la maleta de mano. “A Teotihuacán”, intenta disuadirme, son casi cien kilómetros, es tarde para disfrutar de una visita completa. Insisto, no estoy de visita, le doblo la tarifa si llegamos dos horas antes del atardecer, tengo un propósito y un tiempo limitado.


Me acomodo en el asiento trasero y dejo que mi vista se pasee sin detenerse en nada, sin pensar en lo que veo, dejo que la mente divague y se pierda en la memoria traicionera que a veces me engaña y se esconde.


Y apenas recuerdo aquel momento en el que la vida se detuvo. Aquel instante en el que la fatalidad desmontó todo nuestro futuro, ahuyentó a los que creías amigos, a los amantes en ciernes, a los posibles compañeros de viaje y te asfixió en toda su crudeza. Pura entrega e incomprensión que te hicieron caer en una espiral extraña. ¿Acaso fuiste feliz en la elección? Si elegir es renunciar a todo aquello que no elegimos, ¿cómo el amor puede hacer renunciar a la propia vida? o acaso es la errónea concepción del deber que nos encarcela, o es mi incomprensión que no acierta a entender tu entrega, tu decisión.


Hace tiempo que hemos abandonado la autovía y ahora el coche se bambolea por un camino mal asfaltado. Recorremos los últimos metros despacio, muy despacio, antes de parar el motor ante la entrada de las ruinas de la ciudad sagrada de Teotihuacán. Francisco, el conductor, se ofrece a sacarme la entrada y acompañarme en el recorrido. Es amable y ha sido discreto en el viaje dejándome vagar en mis pensamientos, pero este camino he venido a hacerlo sola. Declino su ofrecimiento y con un impulso le dejo en custodia mi maleta, sé que estará esperando cuando vuelva, algo en lo más profundo de mi ser me hace confiar en que estará en el mismo sitio, quizá sea el nombre que me transporta a la infancia, a una niñez sencilla y segura, feliz. Sea lo que sea me decido y salgo del vehículo, le acepto un botellín de agua que me ofrece para el camino “no debería ir sola señorita…” le oigo decir casi como en un susurro. En mi camino me cruzo con grupos de turistas que salen comentando la visita, algunos iban guiados, otros perdidos en la inmensidad de la magnífica construcción.


Atravieso despacio y decidida la calzada de los muertos son casi 4 km hasta llegar a la Pirámide del Sol dejo a mi paso construcciones magnificas, no he venido a visitar. Tengo un propósito, ya vi cuanto tenía que ver, en otro momento, cuando no estaba prohibido subir a lo más alto, cuando la construcción no estaba protegida y cercada. Miro a ambos lados y paso al otro lado de la catenaria, no miro atrás. No sé si alguien mira, no sé si alguien viene detrás. Inicio la ascensión y recuerdo tus palabras de cuando subiste, tu perplejidad por la altura de cada escalón, tu vértigo contenido y te siento a mi lado sonriendo, decidida, elegante. Como Ginger y Fred subimos al compás, siento tu mano posada en mi brazo. A la mente me llega el recuerdo de otro subir, aroma de pino y encina y tu respirando con apenas ese hilo de aire que te permite continuar el camino. El aliento me falla, pero ya casi alcanzo mi meta, unos pocos metros más, y casi a gatas corono la cima, exhausta abro el botellín de agua, solo la mitad me digo, solo la mitad por si acaso al bajar te hiciera falta. Son las cinco de la tarde, el sol comienza a ocultarse.


Y siento la pureza del acto, deslizo mi mano en la pequeña caja, la abro con cuidado, contengo la respiración y tomo un puñado de ti entre mis manos, libero tu esencia con un soplo apenas iniciado. Una ráfaga de viento te eleva de entre mis manos y te lleva. Te aleja definitivamente de la quietud, del silencio, de la vida contenida que has mantenido en los veinte años de entrega, de vida no vivida, de ausencia consciente de la vida plena. Entregada a quienes te necesitaban, a quienes te mantuvieron cautiva con una promesa. La palabra no olvidada que te mantuvo inmóvil. Rota la vida de otros, entregaste la tuya en sacrificio consciente de negación de la propia plenitud, de tu libertad.


Hoy veo como te escapas entre mis dedos, libre al fin en este sacrílego diseminarte por tus rincones preferidos del mundo lo que viviste y los que deseaste, lo que para ti paró por voluntad propia. Hoy libre al fin dejo que parte de tu esencia se funda con lo que tanto amaste. Y te siento volar, te elevas imponente y una nube rosada parece dibujar tu sonrisa. Siento la brisa acariciar mi mejilla es casi un dulce beso.


Respiro hondo, mi espíritu se eleva y te acompaña, solo por un breve segundo te acompaño, ¡cuánta paz llena mi alma! Cierro la caja, todavía queda mucho por hacer, bajo silenciosa la Pirámide del Sol, casi anochecido recorro el camino de regreso. La calzada de los muertos está vacía, el sol se está poniendo entre la Pirámide de la luna y Teotihuacán que en esta noche de honrar a los muertos se ha vestido de gala para recibir a los buenos, para agasajar a los familiares muertos que regresan a festejar en este día de vivos y muertos.


Un guardia de seguridad uniformado viene agitando las manos, me recrimina mi insensatez, me amenaza con una multa. Francisco se aproxima corriendo, ya ha cerrado la instalación y yo seguía dentro. Mi intuición fue buena. Francisco habla con el guardia, le ofrece dinero, le pide que me deje salir sin más y que él se asegurará de que no vuelva. Pago sin discutir el dinero que Francisco ha pactado en mi nombre. Camino detrás suyo, respiro hondo, un penetrante aroma a lirios recién cortados me atraviesa.

De nuevo en el taxi Francisco me sugiere un hotel, un restaurante. “Al cementerio Francisco, al cementerio”, “Quiero observar la fiesta desde un alto, en un cerro”. De camino compramos unos tacos, unas cervezas y tequila y nos sentamos callados, Francisco me observa y brindamos por los muertos. “¡Por sus muertos, señorita!” “por los nuestros, Francisco, por los nuestros” y en sus ojos descubro una luz que me lleva a otro tiempo.

 
 
 

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